Fue el año pasado que, durante la cena de navidad de la directiva de mi gremio profesional, oí algo que me transportó a recordar dos historias similares, la primera de unos meses atrás y la otra acaecida hacía ya una década. Frente a mi, tenía a un joven ingeniero, recién graduado de la UCA. A mi lado tenía a dos de sus profesores. Uno de ellos preguntó al joven ¿Dónde estaba trabajando? él respondió con el nombre de una empresa de la cual yo conozco a su dueño. Rápidamente, ambos profesores intercambiaron miradas de complicidad. Uno de ellos, con mordacidad, le espetó al joven la pregunta: ¿Ya te pagó? Inmediatamente, caí en la cuenta de la reputación que tiene creada ese empresario: una donde estafa a todos los profesionales jóvenes que ingenuamente caen en sus garras.
Pero, de este timador profesional ya había oído dos historias similares que concernían a dos de nuestros graduados. Hacia mitad del año pasado, uno de nuestros mejores estudiantes trabajó para este señor durante tres meses sin recibir paga. Cuando hablé con el estudiante, acababa de dejar esa empresa. Se encontraba confundido. Era su primer empleo como profesional. Se encontraba en la fase de no querer admitir que le habían robado. Que había sido víctima de una estafa.
La otra historia, la que se remonta una década atrás, toca una vena más personal. Era una persona muy cercana la que fue víctima de este estafador. Fue la primera vez que oí hablar de él y de su empresa. Indagué un poco sobre quién era y me sorprendió un poco: presidente de una gremial y directivo de otra. Luego, muchos años más tarde, tuve la oportunidad de hablar con él. Me ofreció su tarjeta y la oportunidad de desarrollar proyectos con él. Acepté su tarjeta y nada más.
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