Como lo comenté en mi anterior publicación llegué a Valencia una madrugada de enero. De la estación de autobús tuve que buscar el autobús que me llevase a uno de los deprimidos pueblos a las afueras de la ciudad. Ahí residía Silvia Montano y un grupo de estudiantes universitarios salvadoreños que habían venido mediante una beca. Era un grupo de estudiantes de la UCA y de la UES. El programa de becas lo auspició un proyecto que murió hace uno o dos años, victima de la crisis causada por los excesos sector financiero.
Edificio Expo Hotel, muy cerca de la estación de autobuses de Valencia.
No sé como fui capaz de llegar a ese barrio, víctima de la marginación y el estigma. Parte de la estancia de los salvadoreños incluía el trabajo voluntario. Así pues, durante algunos días, a su vuelta de la ciudad, después de realizar prácticas empresariales en Bancaja y estudiar algunas clases en la universidad, tenían que impartir algunos cursos a la gente del barrio La Coma: símbolo aún del trapicheo.
Al bajarme del autobús que me trajo al barrio como pude me dirigí al edificio donde se hospedaban los becarios. Cuando vi a Silvia me alegré mucho. Sin embargo, ella y sus colegas estaban ya muy compenetrados en su rutina diaria. Apenas, si recuerdo, me dio unas indicaciones de qué hacer para comer, dónde dejar mis cosas y de señalarme a alguna persona que pudiese ayudarme. Me quedé con la sensación de abandono. Pero aquello no podía ser de otra manera, el programa de becas demandaba mucho de nuestros colegas. Ellos eran la segunda promoción de aquél programa. Y los organizadores aún no se habían dado cuenta de lo difícil que era para los becarios realizar todos esos desplazamientos entre La Coma y la Ciudad de Valencia.
Y así empecé a descubrir esta ciudad. De aquellos años a esta parte, mucho ha cambiado. Las inversiones en infraestructura han sido tremendas y así también la carga económica que pesa sobre los valencianos.
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