jueves, 7 de julio de 2016

San Fermín

Nunca tuve afición por los toros. Tampoco por el subidón de adrenalina que produce un encierro taurino. Sin embargo, todas la variables se conjugaron para que me decidiera por visitar Pamplona. Ahí residía un colega y no pude negarme a visitar la meca de la tauromaquia. Pamplona es una ciudad pequeña que en la época de San Fermín se expande hasta lo indecible. Acude tanta gente que da la impresión que, temprano por las mañanas, la misma tierra los vomita. Debajo de cada árbol, en cada parque, se encuentran grupos de personas que fondearon ahí mismo la noche.


La serie de encierros es lo que trasciende al mundo. Pero Pamplona, durante los Sanfermines es la cuna del exceso.  

Siempre he creído tener la mente abierta. Y cuando llegué a Pamplona me había preparado para no sorprenderme. Imposible. El día uno empezó con el chupinazo, que es simplemente el pistoletazo de salida. El inicio de lo que viene. Y que mejor manera de arrancar con el primer chupinazo que bebiendo y comiendo. Así empezó aquello con un gran banquete de desayuno. Y ahí mismo me di cuenta que no podría mantener el ritmo de mis colegas. Rápidamente, me volví un espectador, un simple y vulgar testigo que da fe de que Sodoma y Gomorra era un cuento infantil. 



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