Fue durante la campaña presidencial de Estados Unidos de 2016 donde leí por primera vez la expresión perro de ataque. Al parecer, expresión muy común dentro de la jerga política de ese país. Según el Safire's Political Dictionary sirve para describir a las personas que dentro de una lucha partidaria se dedican a realizar ataques con un elevado grado de salvajismo. Orbitando casi siempre dentro de la difamación y el insulto. El término se lo etiquetó el periódico The Washington Post al ex-alcalde de la ciudad de New York, Rudy Giuliani, por sus desmedidos ataques proferidos a la rival Hillary Clinton.
Parece algo intrínseco en la naturaleza humana, cada campaña tiene su perro de ataque. Dueño y perro conforma un binomio casi universal. El dueño del perro disfruta azuzando y el perro, de igual manera, parece gozar atacando al oponente. El dueño del perro conseguirá mantener la fidelidad de su perro mientras pueda ofrecerle incentivos. A veces éstos vienen en forma de dinero y otras veces en promesas a cumplir después de acabada la contienda.
Se gane o se pierda una contienda electoral, ser perro de ataque tiene consecuencias. Se pierde la credibilidad y la confianza de la comunidad. El ataque desmedido sube la adrenalina durante un breve periodo de tiempo. Pero luego de transcurrido ese momento hay una pérdida irreparable en la confianza. El perro de ataque tendrá muy difícil el poder transmitir una imagen de persona sosegada, de compañero de trabajo. Sobre el perro de ataque caerá siempre la duda de si en cualquier momento se volverá en contra de su amigo más cercano. El estigma de mordedor le perseguirá y le será casi imposible el que la comunidad le mire con aprecio.
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